Isla Soledad

Miedo

La soledad era miedo.

Cuando el helicóptero les soltó de aquella manera, todos lo sintieron como el inicio de una gran aventura. La mayor aventura de supervivencia conocida hasta ahora en televisión. Ni un cámara, al menos visible. Ni una comida en condiciones. Dejados de la mano del Dios catódico. Si ahí había alguien o algo, se escondía muy bien. Si algún objetivo les estaba filmando, nadie sabía dónde. El silencio daba pavor. Todos sonreían, sobre todo al inicio, pero ya desde la primera noche nadie había querido dormir solo. No se movía nada. Por no haber, no había ni moscas. Aquello era muy raro, aquella quietud era aterradora. Al menos tenían los peces. De algo había que comer.

Se escapaba a pescar siempre que podía, para ver algo que se moviera. Ya entonces tenía claro que la gran aventura de supervivencia no se basaba en la interacción entre unos y otros, los líos y las pruebas y aquellas cosas que tanto gustaban en los realities. No. Si este programa estaba triunfando, era por el miedo. Era un experimento del miedo, eso tenía que ser. Pues a él no le iban a filmar acojonado. Por eso sonreía. Pescaba y sonreía. Por dentro estaba acojonado.

La soledad era miedo.

 De Gala

Nadie quería ser el primero en decirlo, todos esquivaban el tema, pero en algún momento habría que hablarlo. Alguno tenía que estallar y estalló él. Sin parecer el más miedoso, sin querer reflejar su creciente y a esas alturas ya aplastante miedo. Entre risas, como no queriendo soltarlo…

– ¿Cuándo será la gala semanal?

De mañana no pasará, dijeron. El programa será semanal. Bueno, no, será quincenal. Será mensual. Lo harán desde otra isla. Pero…¿por qué no hay expulsados? A lo mejor sí que los hay pero no lo sabemos. A lo mejor nos van eliminando pero nos dejan aquí para seguir con el estudio. A lo mejor está siendo el mejor programa de la historia, solo hay que vernos las caras. Ja, ja.

Tal vez, pensó él, se trata de ganar siendo el más audaz, el más osado. A lo mejor el truco está en salir nadando en alguna dirección, escapar de ahí. Y que cuando ya no puedas más, con la cámara enfocando tu agonía, se te aparezca David Meca y Paula Vázquez y te lleven de vuelta a casa.

Casa, qué lejos. Bueno –se dijo– no seré yo. Ya he aceptado que no quiero ganar esta mierda de concurso. Me basta con no quedar como un cagón. No seré yo el acojonado. Eso pensaba…

La botella

Cuando a su compañero de tienda le salieron aquellos puntos en la cara, la primera reacción fue de cautela. Aislarle.

La segunda reacción fue más socarrona y un alivio para todos: si tiene algo serio, tendrán que venir a por él. La riojana, delgada y huesuda pero a la vez enfermera en su tiempo libre, se encargó de cuidarle hasta que también  empezó a generar sus propios puntos rojos.

Lo que vino después fue imparable. Gritos, alarido de auxilio. Los nervios estaban llevando a una histeria colectiva. En ese momento de pánico, la decisión general fue llenar una gran botella con un mensaje dentro. Si a Robinson le funcionó, a ellos también. Menos es nada se convencían unos a otros.

Decidieron estar más juntos que nunca. Acojonados y desahuciados como nunca. La soledad ya no era miedo, era una temeridad. Más aún desde que la tienda del enfermo y la enfermera fuera quemada con ellos dos dentro. Todavía cada noche reinaba el olor, ese recuerdo a chamuscado. Y la sensación de que al menos podrían haberse quedado algo de lo que poder comer.

La botella había llegado a puerto.

De vuelta a la misma orilla de la que salió.

El mito de la caverna

Una parte de él quería creer que todo era un juego. Un macabro juego pero un juego. Aquellos dos podían ser actores. Demasiado delgada y huesuda para ser una superviviente de verdad. Demasiado puntito rojo para haber surgido de la nada.

La mente juega intrincadas partidas de muñecas cuando no hay nada en lo que pensar. Ni una mosca que matar. Demasiado pez devolviendo miradas perdidas. Demasiado besugo rendido a un destino plomizo y aburrido.

Así que, sin más armas que su instinto de querer vivir, tiró hacia la montaña. Durmió entre unos árboles, cobijándose de aquella calima infernal. Tampoco había llovido desde que llegaron. Ni un buen chaparrón que echarse a la mente para cambiar de nadas.

Rastreo, olisqueó e indagó todo lo que supo. Escaló por donde parecía haber un viejo camino. Tal vez algún nativo en algún tiempo. Encontró una caverna y durmió.

El despertar

La cabeza se había sacudido mil quehaceres. Llevaría allí más de dos meses y nunca había dormido tan a pierna suelta. Dentro de la caverna ya no había necesitado fingir que no sentía el pánico que sentía. Ahí era imposible que hubiera ninguna cámara. Había llorado y pataleado. Había chilllado y se había acordado de todos los dioses que en el mundo fueron. Y, finalmente, había dormido horas. Sin pensar en nada. Recobrando vida.

Ahí la soledad no era miedo, era salud. La que creía perdida.

Y entonces abrió el ojo, lo vio y no hubo más. Solo una voz acompañó su caída…

– ¿Pensabas que eras muy listo verdad?

Y su mente fue de nuevo un fundido a negro.

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Esta historieta participó -y naufragó- en el I Concurso de Relatos Breves de Quintanilla de Arriba

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