La vida es una barca

Yo, señor, no soy malo pero del vaivén de la vida aprendí. Aprendí de ella, futura artista y viajera de independiente lapicero que primero fue una tímida novia amante de la papiroflexia. Yo le hablaba de proyectos, viajes y muchos together… y ella solo se entregaba a las servilletas del bar. De cuantos delicatessen habrán acabado saliendo barquitos no lo sabrá ni Jacques Cousteau.

Aquello, señor, nos costó la relación. No precisamente el arte de sus manos, no, sino su amor submarinista. Los besos eran de papel: cortantes y volátiles. Su silencio como la luna en el mar: callada, sabia y serena. Siempre llegaba tarde y siempre le daba igual. Le encantaba desaparecer, estuviera presente o ausente, viajera de babor a estribor que nunca hacía caso al capitán.

Si en vez de capitán hubiese sido su grumete puede que nada de aquello hubiese encallado.

Dijo que me quería y supe que era mentira. Me regaló un barquito antes de marchar, velero que ahora vela en mis estanterías. Fue la reina del interrail y yo un nuevo tonto mesetario que no supo echarse a la mar.

Al final todas las viajeras vuelven a puerto. Me miró desde la quilla,  espantajo inmóvil yo,  de aspecto desesperado.

– ¿Y hoy qué?

– Ya no hay qué.

Yo, señor, no soy malo…pero de su arte del silencio, aprendí el del plato frío.

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Este texto que han leído arriba, lo presenté, sin grandes pretensiones, al “Concurso de Microrrelatos Fundación Pública Gallega Camilo José Cela”. Para pasar de ronda tenías que recibir votos de lectores y amigos y yo no me dí publicidad, así que tan solo recibí 2 votos, no sé de quién, pero les estoy muy agradecido.

Publicado queda por aquí, por si a alguien le gusta la idea marina y su papiroflexia.

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