Lusos e ilusos

La puerta del compartimento del maquinista está vencida de tanto uso y se abre y cierra a cada rato, chocando con el asiento más cercano. Lo sé porque ese suele ser mi sitio. Al fondo del tren, sin nada en la espalda y pudiendo controlar al resto del pasaje. Aquí estoy una vez más, con cara hoy de bailarín mundano vencido al tango pendenciero de las letras de Reverte.

La puerta se abre, choca con el asiento y el tren suelta un chillido inclemente para avisar a posibles despistados del camino o soñadores morañegos. Me parece que este riyional esprés tiene más kilómetros encima incluso que el propio Max Costa.

Suelto el libro y desde la ventanilla sigo la pista a uno de los caminos que parecen ir a ninguna parte. Sendero que de repente pega un requiebro y apunta a lo lejos hacia un campanario. La ancha Castilla que tan majestuosa muestra sus confines de altura en el horizonte. Me pregunto si algún día alguna aventura me llevará a pasear uno de estos caminos de secano. El tren vuelve a chillar con estruendo, se cruza con otro riyional y atraviesa a toda prisa una estación en desuso. De esas que ahora les sobran a los de los sobres.

Es Sanchidrián. Vuelvo a mirar esos caminos de la nada y sonrío. Sí que he atravesado esos caminos, vaya que sí. A toda prisa y acompañado. Aquella tarde de lusos e ilusos.

Revelaciones

Los primeros años del nuevo milenio Segovia tenía unas conexiones indecentes. Había que hacer milagros para ir hasta Salamanca. La aventura en bus consistía en hacer transbordo en un pueblo perdido llamado Sinlabajos. Ahí te bajabas y esperabas a otro autocar que te llevaría entonces ya sí a destino.

Y esa fue la gracia. El segundo autobús iba lleno y el conductor, muy amable él, solo dejó subir a unos pocos. El resto debíamos esperar a que encontraran una solución. La indignación fue mayúscula. Algunos optaron por llamar a conocidos para que les fueran a esperar, otros decidieron esperar a que hubiera alguna solución. Todos juraban en arameo. Pero solo dos tipos pensaron que aquello podía ser una aventura. Y yo fui uno de ellos.

Qué carajo, me dije. La mejor solución es engañar a un camionero haciendo autostop. Un no, dos noes, tres noes. Y empecé a caminar carretera adelante con el dedo en ristre. Nadie paraba.

El problema no era solo que tuviera pinta de joven de pelo largo y soledad sospechosa. Lo que tampoco ayudaba era el hecho de que otro joven, con aún peores pintas y en la treintena, estuviera haciendo lo mismo metros más adelante. Nos restábamos opciones ambos.

Tuve la genial idea entonces de acercarme a él. Era portugués y nos entendíamos como podíamos. Le dije que me siguiera, que a pocos kilómetros estaba Sanchidrián y ahí había tren. Desde ahí podríamos conectar con algo. El incauto me hizo caso.

Caminamos a la solana hasta el pueblo, hablando poco. Al llegar a Sanchidrían una lugareña nos dio la noticia

“No, hijos. Hace tiempo que aquí ningún tren para por las tardes”

Y ahora imaginen el escalofrío, la sudada, el mundo que se nos vino encima. Lo mejor que sabíamos pensar era volver a Sinlabajos, a toda prisa. 6 kilómetros a velocidad Martín Fiz, dándonos el relevo en la carrera y los ánimos.

Llegamos. Y justo al llegar (el ente no nos iba a dejar tan tirados sin suerte) pasó un autobús, creo que de AutoRes. El conductor nos miró y confirmó que tenían constancia de que había 2 viajeros que nadie sabía donde se habían metido. Nos acogió y nos llevó hasta la ciudad del Tormes.

Ya sentado, mirando a mi derecha a mi amigo el Luso, empecé a comprender que con el tiempo esta historia sonaría irreal, fantasiosa. Decidí hacerle una foto sin flash, de soslayo, a mi buen amigo de la tarde que ya por entonces dormía el cansancio acumulado en la aventura.

La foto salió movida, irrevelable, pero guardé el negativo en la cajita de los negativos…para que cuando pasaran 10 años de aquello pudiera mirar hacia atrás y comprobar que fue real, que no lo soñé…que una tarde corrí unos 15 kilómetros acompañado de un extraño con el que chapurreaba portuñol.

Acabé llegando a Salamanca, aquella ciudad inigualable en la que por entonces Alberto te recibía con una caña y un pincho siempre dispuesto a terminar en la imprenta (e impronta) de la nocturnidad. Fueron una tarde y noche más para recordar.

Puuuuuuuh. Desde el tren ya se avistan las murallas y un poquito de nieve en la Serrota. Hora de cerrar el Asus y encaminarme sin más transbordos hacia unas buenas lentejas…

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