Alerta fiordo

El primer bang acabó con las banalidades propias de una tarde de calor. El segundo hizo que creciera el mosqueo. Cuando vimos caer en picado al primer avión la cosa ya estaba clara: había que correr hacia alguna parte.

No entendíamos nada. Quién coño iba a querer bombardearnos, si eramos la Otan, los guapos, la compañía de la señorita Pepis. Poco tiempo para pensar y muchas prisas. Cada uno tenía su propia guerra de supervivencia. Galopamos entre escombros y anarquía hasta que logramos trepar un pequeño grupito hasta un edificio en construcción abandonado. Para algo tenía que servir la vieja crisis.

Eramos pocos los que habíamos logrado esquivar la destrucción. Seis en total, al menos en ese agujerillo. Estábamos acojonados, intentando comprender algo. Sólo la pareja de guiris se mantenía en aparente buen estado. Fríos y callados, como si la cosa no fuera con ellos. Esa noche no se movió nadie. Todo era silencio y un olorcillo raro.

Al día siguiente la calle era irreal. Columnas de humo y cuerpos mutilados, sin rastro de radios, televisiones, electricidad o medio alguno de comunicarse con el exterior. Comprobamos algún resto de bomba con carácteres raros. Como medio alemán, medio cirilico, medio vikingo. Le preguntamos a los guiris – ahí sí se asustaron – pero negaron con la cabeza.

Pasaron los días y los primeros extraños empezaron a llegar. Lucían un blanco inquietante, amos de la pulcritud. En poco tiempo la ciudad estaba levantada y reconstruida. Tenían medios y eficacia. No en vano muchos eran alemanes,

No eran nazis ni nada parecido. Eran aquellos tipos raritos a los que al principio llamaron “masones de lavadora” por lo limpios que iban. Nadie los tomó en serio en aquellas primeras elecciones europeas. Eran como una secta: opacos, oscuros, mirada perdida. No entraban en debates, se limitaban a votar. Pero resultaron ser eficientes. Departamento que cogían, departamento que avanzaba.

Eran raros, pero no hacían mal a nadie. A nadie extrañó que desde Bruselas se les encomendara la tarea de coordinar la creación de las primeras fuerzas especiales europeas. El ejercito clon, bromeaba la prensa. No se equivocaban por mucho.

Imagen de Gerd Altmann en Pixabay

Acabamos adaptándonos. Salíamos de la oscuridad (habíamos robado algún trapillo aquí y allá), íbamos a la compra, actuábamos de manera mecánica, como profesionales. No era cuestión de llamar la atención de la Gestapo… o como se llamaran a si mismos esas cucarachas blancas inquietantes

Hasta que uno de los seis salió y nunca regresó. Temimos una traición, nos volvimos suspicaces. Al día siguiente, la chica joven se entretuvo en la fábrica de mármol. Temimos lo peor. Al fin y al cabo, esos guiris seguían sin hablar. Y vestían de blanco el día que los encontramos. No les dimos tiempo a más: bang y bang.

La chica entró, perezosa pero sin un rasguño. Nos habíamos equivocado, los nuestros sólo eran noruegos.

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