Las primeras notas de Do Ya Feel My Love de Stereophonics llenaban el cuarto, mientras él, Andrés, observaba la pantalla de su computadora con libros abiertos a su alrededor. Pretendía estudiar, pero su mente hacía rato que había abandonado las ecuaciones y las teorías. Todo lo que podía pensar era en ella: Laura, la chica de la sonrisa luminosa y los ojos que brillaban como si llevaran un mapa del universo en su interior.
La había conocido en la biblioteca, en un rincón apartado donde ambos buscaban refugio del bullicio del campus. Laura estaba inclinada sobre una pila de libros de filosofía, con una expresión de concentración que a ratos se rompía cuando algo parecía iluminar su mente. Entonces, ella sonreía. No era una sonrisa cualquiera. Era la clase de sonrisa que te hacía creer que todo era posible. Como si el mundo aún estuviera lleno de misterios por resolver y aventuras por vivir.
Andrés recordaba cada detalle de ese momento. Ella se giró para buscar algo en su mochila y sus ojos se cruzaron con los de él. «¿Puedo ayudarte con algo?» había preguntado, y su tono era curioso, no defensivo. Él, atrapado entre el deseo de decir algo ingenioso y el miedo a parecer tonto, solo alcanzó a murmurar: «No, estaba… admirando lo concentrada que estás». Laura rió. Fue una risa breve, musical, que quedó grabada en su memoria. «Bueno, hay tanto por aprender, ¿no crees?», dijo, y volvió a sumergirse en su lectura.
Desde entonces, cada vez que Andrés la veía en los pasillos o en la cafetería, su corazón se aceleraba. No era solo su belleza, aunque no podía negar que sus rizos despeinados y su caminar despreocupado lo hipnotizaban. Era la energía que desprendía, esa mezcla de curiosidad y valentía, como si cada día en la universidad fuera un nuevo capítulo en una historia que ella misma estaba escribiendo.
Mientras la canción seguía sonando, Andrés pensó en lo diferente que se sentía todo ahora. Habían dejado atrás las inseguridades pegajosas de la adolescencia, pero todavía no cargaban con los pesos definitivos de la vida adulta. Era un momento extraño y emocionante, donde cada reto parecía un juego y cada sueño, alcanzable. Miró por la ventana hacia el campus iluminado por las luces del atardecer y pensó en Laura, en su sonrisa y en lo que representaba.
Era más que un enamoramiento. Era la idea de que, como ella, él también podía mirar al futuro con los ojos llenos de posibilidades. Tomó su celular y, con un repentino impulso de valentía, escribió un mensaje: «¿Café mañana? Prometo no interrumpir mucho tus lecturas». Un segundo después, la pantalla vibró con la respuesta: «Solo si prometes traer tu propia sonrisa. Nos vemos a las 4».
Andrés sonrió y dejó que la música lo envolviera. Todo parecía un reto, pero todo, también, parecía posible.
- Hace algo menos de dos años, cuando surgieron las IA conversacionales, se me ocurrió la idea que se fragua en esta entrada: contarle a GPT un bosquejo de idea de historia romántica que tenga en la cabeza y pedir que genere un texto para el blog. Publicarlo luego el día de los inocentes, solo reflejando al final de la entrada que es un escrito producido por ordenador. (Y, al día siguiente, publicar el mío).
Habrá un día en que el de IA sea mejor que el humano. Habrá un día, creo que todavía no ha llegado, que no se note que la entrada del 28 es de ordenador. Yendo atrás en esta cápsula del tiempo… también podremos ir viendo cómo las perfeccionan.
[En 2023, la mirada fue dulce, pero robótica]