Arrullo de Coco
Y, de repente, un olor. El pequeño todo lo quería tocar, y arrasar, pero quedó aturdido por el aroma. Respiró fuerte, todos lo hicimos. Y luego el suelo se transformó en una corriente roja, como de entrada al otro mundo. Les dije que era lava y saltaron muy fuerte. Sí, quizás fuera la mejor sala de una exposición, por lo demás, algo decepcionante.
La pareja de delante conversaba. Ella, al parecer, no había visto la peli. Él sí, pero no se la vendía bien: «Bueno, pues si ves alrededor ya imaginarás de lo que va». Y yo me puse en la cabeza de ella, reflexionando sobre qué es lo que podía intuir: olores, colores, calaveras, muchas fotos y música mejicana. Sin embargo, la clave la teníamos precisamente los visitantes. Niños saltando musicalmente, guitarras pendientes de arrullo. Familias, la esencia es la familia.
Qué suerte poder ver Coco otra vez por primera vez, imaginé, huyendo mentalmente del ruido (las familias lo hacen, me temo) y proyectándome a otra realidad, a solas en una habitación, acariciando la guitarra -si yo supiese hacer eso- sacándole a una pequeñaja la mejor de las miradas…
Llorar en casa de los suegros no queda muy épico, pero soy de emoción saltarina. Me cobijé detrás del pequeño, que se me había dormido encima, intentando que si alguien entrara al salón no me viera con un lagrimote cayendo del ojo derecho (es el más sensiblón) directo a pecas, lunares y barba.
Ahí estaba Coco, sacando una foto del cajón.
Miguel lo había vuelto a conseguir.