Navidad con críos. Hijos, sobrinos. Amigos. Con más hijos. Y más sobrinos. Y más decibelios que metros cuadrados.
Preocupaciones, desvelos, mocos. Sonrisas. Y sueño. Mucho sueño.
Ropa de repente tirada por todas partes.
Juguetes, piezas de juguete, trozos de juguetes. Juguetes a trozos. Migas de pan, pedazos de chocolate que no puede coger el perro. Hacer galletas. Y procurar que, en este caso tampoco, las coja el perro. Nata. Plastilina blanca, que no es nata, pero que tu marido no siempre distingue.
Un marido despojo, que lo intenta, que se esfuerza, que se multiplica, que dice intentar ser Bandit Pastor. Pero a veces no es más que un bandido que; de vez en cuando, vuelve a sentir ese primigenio pellizco.
(Sí, fue viendote bailar)
Cuando de entre todo el cansancio, la inabarcabilidad de la vida y de los niños, el trabajo y los horarios, las facturas, las noches sin dormir, los enfados sin sentido y las palabras no dichas… de repente surge tu baile, y renace la luz.
Y cuando bailas la estancia se ilumina y triunfa el amor. Y ya no hay cansancio, y sientes que abarcas lo que necesitas abarcar, que es justo eso, eso que hay en la habitación: Ellos, el regalo. Tú, la razón de todos ellos.