Estábamos hechos unos PinFloids

Esa aplicación endemoniada llamada Google Photos se ha empeñado en mostrarme fotos de adultescente. Tal es así que estos días me quiso complacer advirtiéndome que hace 18 años me hice «Coleccionista de jejes», como contaba en aquella entrada con aroma a voleibol y sonrisas kilométricas. Un día antes, u otro después, me mostraba una foto de un póster de las películas de Harry Potter: el prisionero de Azkaban ya ha cumplido condena y mayoría de edad.

Pero esto no es una entrada de añoranza de esos tiempos de coca cola y vino, sonrisas y amores, visitas a Hogwarts y a las peores mazmorras de la noche segoviana o madrileña. No, esta vez la añoranza es gastronómica, dado que escribo mientras vemos MasterChef.

Echo en falta tomar 40 cervezas en el Kyber con el colombiano, y que sentaran bien, hasta la quinta o sexta por lo menos. Pero no por la cerveza o por tener estómagos más jóvenes, sino por lo que provocaba después: lo ricos que nos sabían los bocatas a las cinco de la mañana.

Hace 18 años era perfectamente consciente de que estaba en la universidad y que eso se acababa, no hay remordimientos. Lo vivimos, lo vivimos mucho y bien. Lo que no he vuelto a tener es esa sensación de tomar un bocata de pechuga de pollo, lechuga y mayonesa, el PinkFloyd, y comerlo a todo carrillo caminando por Vía Roma a las 5 de la mañana, comprobando que el Discman no se había perdido, porque me apetecía escuchar -una madrugada más- al jodido Ryan cantando que el amor es un infierno. Y pensar que ese bocadillo era lo más rico que se había hecho nunca jamás, que esa hell kitchen a los pies del Acueducto era el 14 estrellas Michelin y el Sol Repsol que más brillaba para los derrotados de la noche. Y que vendría otro sábado y habría ocasión de pedir otro bocata: un Aerosmith, un Bon Jovi, un Queen… pero sabiendo que no, que siempre volveríamos al Pink Floyd y su salsa excesiva, su maestría calórica, su compañía inigualable.

PinFloid, wish you were here

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