Allá donde Cervantes pasara parte de sus días, la mano derecha de un hombre busca entre los retorcidos pelos de su mostacho cómo quitarse los rastros de la reciente sangre que acaba de hacer derramar. La lluvia ayuda en ese empeño.
Todo ocurre rápido. Frente al puente de madera sobre el Río Esgueva se cruzan varias miradas.
Un carnicero, un alguacil, el hombre del mostacho, mucha agua; y al fondo el Hospital de Resurrección.
El servidor del orden, pegado a una esquina para escapar en lo posible del fuerte chaparrón, despierta de su letargo y espeta un tímido ‘deténgase’.
El del bigote no pierde la compostura. Él, además de asesino, es un veterano de pulsaciones lentas. Se acerca paso a paso, hasta quedarse a una distancia prudencial a la par que intimidatoria.
“Es mejor que no hagan nada ninguno de ustedes”.
El silencio hiela el Esgueva dejando un hedor a muerte detenida.
“Será mejor que no digan nada.”
No lleva espada, solamente un semblante impertérrito. La faz del que de nada nunca se asustaría.
Al no disponer de ilustre fregona, hubo de tirar de uña peleona.
400 años después, una máquina no conspiró, pero acojonó a la gente de la barriada. De aquella historia, y de leer demasiados alatristes, surgió esta pequeña ensoñación.
Véase: “Ramales y puentes del Río Esgueva”“Ramales y puentes del Río Esgueva”“Ramales y puentes del Río Esgueva” en Vallisoletum
Al no disponer de ilustre fregona, hubo de tirar de uña peleona.
400 años después, una máquina no conspiró, pero acojonó a la gente de la barriada. De aquella historia, y de leer demasiados alatristes, surgió esta pequeña ensoñación.