Sonaba un maldito blues en un vinilo por una aguja surcado. Una maraña de señoras fagocitaba historias y empujado por su cotorreo me marché. El quicio de la puerta marcó la frontera entre el olor a café inflamado y la vejez de la primavera. Ya, en las arterias de la ciudad el viento se empeñaba en juguetear con sombreros voladores.
Por ahí en quién sabe que oscuro callejón, el invierno esperaba para matarla, cacareando en los helados nudillos de los indigentes.
Destellos de pelo textura heno y color farola atezaban el norte y los crujidos de la hojarasca anunciaban la llegada de los perros y del frío de la navaja. Los canalones empezaron a vomitar lluvia. El tráfico, cansado y flatulento ahogaba a los viandantes que corrían escupiendo volutas de humo.
Edificios color cetrino, caras pálidas y amoratadas pero también ese bendito calor de los hombres.
Cuando entré en el club me golpeó el olor a alma y la vida se convirtió en un tanga. Nínfulas danzarinas se agostaban en el lupanar del neón y los chulos con medallas.
Elegí a mi víctima al tiempo que mi historia adquiría algo espectral.
-La primavera se muere – me espetó ella en el témpano que era mi oído, y yo como única y jodida respuesta, le toqué las tetas…
Este texto, de DJF, se publicó originalmente en «El Club de la Sopa» (difunto rincón de la red de redes)
y ganó por ello un #Farito2004.