Matemáticas diarias

En un último intento de que no alejara las matemáticas de mi vida, mi madre concertó una cita con el que era (creo) delegado de educación. Pero yo lo tenía claro: quería ser periodista. No quería ser periodista y a la vez ingeniero informático, como me quisieron colar en ese último intento. Con los años le he dado bastantes vueltas al tema: por qué decidí eso, cuando. ¿Era vocación, cabezonería o haber escuchado demasiada radio? En «Note to self: don’t die (VI)» ya le dediqué unas líneas a aquello, cuando se empezaba a ver venir que pronto todo serían memorias.

Lo releo ahora y vi que estuve fino. Alguna de esas dudas o premoniciones han quedado resueltas: hoy hace un año que di mi primera clase como profesor. Entré, haciendo apenas algún contacto visual, con síndrome del impostor, acelerado, nervioso, con mil apuntes y un diálogo interior: «lo harás mejor, aprenderás, es un primer día, siempre los primeros días son así».

Ahora, la gran mayoría de ellos (mis alumnos a los que poco a poco fui conociendo) se enfrentan a la gran prueba en unos días. Y yo apuro las últimas clases para intentar acertar a mostrarles lo que puede ser la pregunta a pillar, la cuestión de actualidad que se colará en la prueba, la serie de letras o de números que pueden subir la nota.

Matemáticas diarias, pude decirle a mi madre 20 años después de aquello. 25, más bien. Vuelvo a hacer problemas cada día, a resolver lógicas, buscar patrones. Ser profesor de psicotécnicos es algo que siempre había querido ser. Y me gusta, mucho.

Supongo que soy un divergente. ¿Por qué no hicieron tercera peli? Destacar en matemáticas pero hacerlo también en lenguaje. A cambio -sin embargo- ser un desastre en memoria e imaginación espacial y seguir dibujando como lo hacen ya mis hijos. Mezcla, en definitiva, que me ha permitido reinventarme con éxito por aquí. Y, como esto del cerebro es un órgano que se fortalece, estoy como un quinceañero de gimnasio, pero en lo de hacer pesas de números y cuentas.

En el instituto, inmerecidamente, a un profesor le llamaban con nombre de malo de guerra mundial. Era serio, aunque tenía sus momentos (inolvidable los chisum).  En el primer examen, al que fui sin estudiar qué era eso nuevo de las matrices, saqué un 2 o un 3. Suspendió más de media clase, pero yo fui el único cerebrito que sacó un 10 en la recuperación. Épica fue la mirada que me echó todo el «vecindario» al ver que era un infiltrado. No, no debí dejarlo. O tal vez sí, porque así el reencuentro está siendo tan divertido.

Allá irán en unos días, decía, los paladines. A algunos les he cogido verdadero cariño, pero lo suyo es que aprueben, inicien camino y no vuelvan a aparecer por clase. Y todo renazca y siga. Una sensación extraña, esa de que hay un examen pero son otros los que juegan el partido por ti. Me imagino ese día mascando chicle como Carletto, esperando luego poder dar unos brincos con los jóvenes (solo un ratito) celebrando que sí, que lo lograron.

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