La suerte y el conejo

«La colocación es fundamental», me digo a mí mismo para ganar fuerzas y confianza. No ha sido tarea fácil lograr la ansiada posición: justo en frente de ella, a tiro de guiño y complicidad.

Nos hemos arremolinado en dos puntos (nosotros junto a la canasta y ellas en la fuente) hasta que el enviado especial de estos menesteres (Mario, «el pecas») nos ha dado luz verde al acercamiento. Quien más, quien menos nos hemos hecho los interesantes para acabar logrando la compañía del mejor compañero de palmada, del fiel aliado que retendrá la rueda para darte justo el pase de gol en el momento final:

«El conejo de la suerte – ha salido esta mañana
a la hora de dormir, oh sí ya esta aquí

haciendo reverencias, con cara de vergüenza

Tú besarás al chico o a la chica que te guste más»

Pero ellas también tienen aliadas, y ha sido Marina,  la pérfida Marina, la fiel escudera de mi ansiada Lucía, la que ha retenido la melodía el tiempo suficiente para no dejarnos hacer la jugada.

Y ha sido mi amor, mi adorada y brillante rubia de ojos azules, la que se ha levantado hacia la esquina, hacia el pivot malvado que se mete todas las malditas canastas. El gigantón guapete al que si osas quitarle el balón te pita «palo» bajo no se qué norma internacional de la federación internacional de baloncesto. Con un padre vociferante que siempre me grita «dásela a mi hijo» si me chupo una jugada de ataque.

Ahí está Lucía, agachándose justo en frente de él. Dándole un beso en la mejilla al gilipuertas, que mientras lo recibe me mira fijamente y me hace el gesto de «canasta». Tres puntos, colega.

Y encima Marina, la vinagres, se ha reído de mi cara. En mi cara.

«Que importa si cuesta, yo a rastras mejoro…

…a que salgo de ésta, a que me enamoro».

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