La torta y el nombre maldito

Etiquetaré esta historia como amoríos aunque de amorío solo tuvo el principio. Amor de idealización, de vaya tipa hay en arquitectura. Luego la conocí y fue aún mejor: era lista, simpática, corriente. Corriente como algo bueno, es decir… como si no fuera consciente de que a su paso por la universidad iba enamorando a persianas, leucocitos, amebas, bedeles y transeuntes varios. La llamábamos Superdiosa pero Elenina era (es) genial, a secas. Y además de León, que eso puntúa doble.

Antes de seguir, volvamos atrás. La historia habla de nombres malditos y ése me lo es.  Cinco letras que protagonizan con diferentes apellidos mi primera novia, políglotas besos de erasmus, la primera gran guerra bien librado, el iniciático baboom universitario. Un sinvivir, el nombrecito de marras.

De entrada hubo una chica imposible en Segovia. Una morena insertada junto a los ojos azules más bonitos que servidor haya visto en vida. Una noche me la presentaron «Él se llama Rubén» – Encantado. «Igualmente, me llamo Elena». Por aquel entonces yo bebía Eristoff. Pedí dos. Y dos del Kyber, que ya era atrevimiento aquello.

Y luego llegó la prota de esta historia.  Realmente no se acercó ella sino la chica coletitas, una comunicadora audiovisual que ahora es lectora habitual de estas páginas. Un pequeño ser cantabroide estrujadoramente abrazable con el que inicié relaciones… a tortas. Coletitas había apostado con un mexicano que era capaz de ir a un desconocido y darle una torta y un beso. Yo no era un desconocido del todo, pero sí un conocido a secas. Hizo su parte, ganó la apuesta y ante mi cara de aceituno sus amigas se me acercaron. Entre ellas la susodicha Superdiosa, ya por entonces un mito universitario inalcanzable. Sonrió, preguntó por la torta y empezó conversación con la frase inevitable

– Hola, me llamo Elena.

«Yo estaba en un estado permanente de shock
y toda la cordura fue a parar a la basura
y el corazón entre las cosas que ya nadie usa…»

Luego llegaría la amistad: cientos de cervezas, decenas de machacaos, fue modelo en mis fotos de dicha asignatura en la carrera, protagonista de mil conversaciones de tarde, noche y madrugada, intercambiadora de canciones e historias.

Siempre tenía pareja, como aquella chica del capítulo de «Cómo conocí a vuestra madre» que al quedarse soltera enseguida le salían pretendientes. Era lógico. No sé si alguna vez tuve alguna oportunidad. Siempre le hice reír, hablamos mil minutos, pero nunca lo vi posible.  ¿Qué iba a hacer un tipo como yo con un chica como ella? ¿Cómo sobrevivir siendo nemo sin flotador en una piscina rodeada de tiburones? Aunque ella nunca actuara como si fuera tan grande: siempre ufana, sencilla y feliz.

De todos modos, nadie me creería. Ninguno de los miembros del comando paleta (esa panda de delincuentes a la que llamo amigos) supo de nuestra conexión fuera de la onda pública. Seamos serios: mis compinches de la uni son buena gente pero en mujeres actuaron siempre como una condena para la civilización. Mantenerlos en la ignorancia, en este caso, sí fue felicidad. Por historias como ésta, volver a Segovia siempre será especial. Siempre cuesta tanto.

Han pasado los años, regateando a la crisis del ladrillo. Vivió incluso un tiempo en Ávila, y se casó. Pero uno mira hacia atrás y se sorprende de encontrarla en tantos ratos, tantas conversaciones. Lo que empezó siendo un amorío imposible se trasladó a sólida amistad. Donde hubo mil emoticones de Messenger ahora persiste una de mis mejores aliadas en tiempos del maligno Zuckerberg. Pasa el tiempo y la leonesa siempre ha estado en la lista de la gente que siempre quisiste volver a ver. Nunca fue una más ni dejó de serlo. Jamás perdimos ni la fuerza de la conversación ni la de la música compartida.

Porque el nombre maldito también es bendito cuando se sirve para no olvidar.

Todo se rompe, todo se rompe darling...

Sin embargo, ese no es el nombre maldito por antonomasia. Imagino que todos tenemos uno que tiende a aparecerse en cada cornisa. Ahora que no hay ninguna «maldita» en el horizonte confesaré que el mío es Cristina.

Hubo un tiempo que había tantas cristinas en la mente de la pandilla que nos pusimos de nombre «los inmaculados caballeros de la cristindad«. Y ninguno se comió un colín, como es natural y caballeresco. Ese «ICC» todavía sobrevive en algún nombre de correo electrónico y eso que todavía no había llegado Juego de Tronos.

De apellidos malditos si les parece hablamos otro día, que estoy de Rodríguez y ando liado….

 

 

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4 thoughts on “La torta y el nombre maldito

  1. "como si no fuera consciente de que a su paso por la universidad iba enamorando a persianas, leucocitos, amebas, bedeles y transeuntes varios. " ¡He leído esa frase y ya tenía claro que ibas a escribir sobre Elena!
    Me alegra que aquella torta sirviera para algo más que para ganar la apuesta más absurda de todos los tiempos… ¡y también me alegra haber evitado vivir por enésima vez el momento "preséntame a tu amiga"! Me hace gracia lo de Superdiosa, porque no creo que haya término que menos la defina. Y creo que eso es precisamente lo que hace que todos estemos un poquito enamorados de Elena. Cuenta la leyenda que cuando dijo "sí, quiero", desde la Estación Espacial Internacional se pudo captar el sonido de mil corazones haciéndose pedazos…
    Y es que ya lo dice mi hermana: "Por mucho que Dove quiera consolarnos, belleza real es tu amiga Elena" 😉

  2. Puedes estar segura! En cierto modo es una antimusa, lo contrario a una engreída. Debe desconcertar a muchos musculosos y pijitas de carné.

    Creo que la historia sirve para retratar bastante aquella Segovia que fuimos

  3. Q recuerdos más bonitos, aquellas tardes de posados fotográficos, machacaos en la chupitería, … y cómo no, esa apuesta!!! XDD. Casi se me había olvidado cómo os conocisteis!! jejejejeje
    Firmado: la hermana de la diosa y la amiga de "coletitas". 😉

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